domingo, 18 de enero de 2015

Y entonces los extraños se convirtieron en amigos.

Hola chicos, sean bienvenidos nuevamente a mi blog. En esta ocasión les comparto algo bien simpático que me gustaría que analizáramos.

"No hables con extraños". Una frase muy típica de nuestros padres, ¿no? Ni recuerdo cuando me lo dijeron, pero sabía que no debía hacerlo (también ayudó todo el montón de comerciales de la televisión, en donde te decían: "pero mucho ojo").




En estos días que he comenzando la universidad, no falta la ocasión en la que se te hace tarde y sales corriendo a todo lo que puedes (sí, a lo que puedes, porque seguramente tienes años que no has ido al gimnasio, por lo que tu condición física es pésima).


Y bueno, en el caso de los foráneos (como en mi caso por ejemplo) salir a la carrera es igual a problemas. Se te olvidan las cosas, dejas abierta la llave del lavadero, no apagas la estufa, no tiendes la ropa que te costó tanto lavar, entre muchas diversas circunstancias, en la que destaca mucho el no haberte preparado algo de comer.


Yo no soy fan de comer en la calle, y cuando lo hago, procuro que sea el lugar que se vea más higiénico, ustedes saben, esos lugares donde los empleados tienen al alcance gel antibacterial, llevan puesto mallas en la cabeza para que tengas la seguridad de que tu platillo no saldrá con algún cabello, entre otros aspectos.


Para no hacer tan largo este relato, me adelantaré a la parte en la que se me hizo tarde. No me hice nada de almorzar y para colmo era jueves, el día en que mi horario escolar está horrible (entro a mediodía y salgo a las nueve y media de la noche). Llegando la hora del recreo tuve que elegir entre ordenar comida en la cafetería, algo que equivale a no comer porque se tardan una eternidad en preparar lo que pides (eso en parte le da un plus, ya que lo que comes es algo fresco y no algo congelado) o salir a la calle.


Honestamente ese día me estaba muriendo de hambre (ni desayuné) por lo que opté salir de la escuela y buscar algún puesto cercano.


Después de caminar un rato me topé con una taquería que se veía "pasable". Me senté en una de las sillas y un hombre de unos cuarenta y tantos me atendió. Ya teniendo los tacos en mi mano, oré por ellos (para que no me fueran a caer mal en el estómago) y proseguí a devorarlos.


El dueño de la taquería me imagino que nunca antes había visto a una chica tan hambrienta, por lo que no pudo dejar escapar una carcajada. Al escucharla, levanté la vista y me hizo un comentario, dándome a entender que se notaba que tenía mucha hambre. Por la pena, bajé la mirada y sentí como mis mejillas me ardían.





Pasó un rato, yo seguía comiendo (más lento, claro) y el taquero empezó a querer hacerme plática.


Tuvimos una conversación muy amena, que poco a poco se hizo más interesante. Me contó de su vida, de su familia, de sus fracasos. Me pareció fascinante como alguien que no conoces puede abrirse tanto (a mí en lo personal me cuesta mucho) pero aquél hombre me contagió con esa confianza que me estaba dando y empecé a hablar yo también.


Al final de ese día, Carlitos (el taquero) y yo, nos sentíamos como amigos.


Me vino entonces a la mente que todos en algún momento somos extraños, nuestros mejores amigos fueron alguna vez desconocidos, y las personas que llegamos a amar ni siquiera sabíamos que existían.

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